Crítica de Wildland

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Un plano general de un coche volcado y humeante mientas la cámara se aproxima lentamente hacia él. Un hospital. Y una voz en off, la de la protagonista, afirmando que «algunas cosas salen mal incluso antes de empezar». Tras perder a su madre en el accidente, Ida, una adolescente de 17 años se traslada a vivir a casa de su tía Bodil que la acoge al ser su única familia.

Ese plano inicial en el que la cámara se acerca lentamente al coche accidentado marca el recorrido por el que transita Wildland (Kød & Blod, 2020): una aproximación lenta, incisiva y minuciosa hacia el corazón de una familia.

Ida, rota por el dolor y obligada a convivir con una familia a la que hace años que no ve, se convierte en el nuevo miembro de una estructura familiar que le es ajena. Su mirada perdida en el infinito, triste, sin articular prácticamente palabras, es testigo mudo de un entorno inédito para ella.

Foto: Filmin

Lo que ve —vemos— es una familia que se articula en torno a la figura de su tía Bodil, a la que apenas recuerda pues su madre no se hablaba con ella. Bodil tiene tres hijos, el mayor (con su mujer y su hija) y el pequeño viven en casa, mientras el mediano lleva una vida independiente con su novia.

En principio, nada parece extraño más allá de las dificultades propias que experimenta Ida para integrarse en una familia lejana; Bodil regenta un local de ocio nocturno junto con sus hijos en lo que parece el extrarradio de una ciudad, en un entorno natural de casas aisladas. En apariencia todo es normal. Bodil ejerce de cabeza de familia y, salvo un hijo con problemas de drogas, todos conforman un núcleo férreo que pivota alrededor de la madre. Reunidos en la mesa, desayunando, con el hijo pequeño del hermano mayor en brazos de todos, nos encontramos en un ambiente perfecto para que Ida sane su dolor bajo el abrazo cariñoso de Bodil.

Sin embargo, la protagonista comienza a observar ciertos detalles inquietantes. La actitud extraña del hermano que no vive en casa, la ocupación laboral de la familia va más allá de la gestión del local de ocio nocturno (amenazas veladas hacia otras personas, conversaciones sobre pagos); chispazos de violencia aquí y allá (las bofetadas que recibe el hermano); y un posicionamiento central de la figura de Bodil que tiende a ejercer un poder autoritario sobre los miembros de la familia.

En toda esta parte, en la que somos conscientes a través de la mirada de Ida —una perfecta Sandra Guldberg Kampp—, el ritmo tiene una cadencia lenta, en la que la tensión se acrecienta en un ambiente de normalidad, diurno, sin estridencias.

Foto: Filmin

Hasta que todo salta por las aires justo a mitad de la película. A partir de ese momento se revela la verdadera naturaleza de la familia. No hay sorpresa. En el fondo esas imágenes familiares sabíamos que no correspondían con la realidad. Con las cartas desveladas se destaca en primer plano el autoritarismo matriarcal que acogota a los tres hijos y la necesidad de sostener la estructura familiar a toda costa.

El título original danés Kød & Blod significa «carne y sangre», una referencia a los vínculos más físicos que sustentan la familia. La familia por encima de todo. En el fondo estamos hablando de un clan familiar en el que, bajo la apariencia de un thriller mafioso —la referencia a Animal Kingdom es inevitable— tenemos un guión que nos habla de la supervivencia de una familia. Una supervivencia que recae en la figura materna de la que es imposible separar el amor y la violencia. En este núcleo cerrado conviven los besos y las caricias con la agresión verbal y física en unos hijos incapaces de rebelarse contra el poder matriarcal.

De igual forma también se habla de la pertenencia a la familia. Ida, un elemento extraño y ajeno al corpúsculo familiar, tendrá que decidir si pasa de la mera observación externa a implicarse de una forma más definida, pues la necesidad de formar parte de esa estructura le obliga a adaptarse a las circunstancias; a entender, apoyar, y cuando llega el caso, sacrificarse por su entorno más cercano. Junto a la familia, el hogar es el elemento central que sirve para aislar a los personajes en su mundo, prácticamente toda la acción trascurre en ese entorno claustrofóbico y limitado, la casa.

El punto de vista del relato se articula en torno a la mirada de Ida. El espectador sigue a la adolescente y es ésta la que nos va mostrando la realidad de la familia; como espectadores acompañamos a Ida en su vivencia, sus sentimientos son los nuestros. Esta estructura, que se mantiene inalterable a lo largo de toda la película, se rompe únicamente en la parte final, con una coda que combina esa dualidad que nos ha acompañado a lo largo de todo el filme, violencia y amor, muerte y vida, en un cierre que termina siendo tan poético como moralizante.

Wildland funciona mejor cuando se dedica a la recreación de ese ambiente enrarecido en un entorno amable, ese mundo rural de casas unifamiliares en el que intuimos la oscuridad a plena luz del día; una recreación que la debutante Jeanette Nordahl filma sin estridencias, adaptándose a ese ritmo sosegado que poco a poco va perfilando un cruel retrato matriarcal.

Escribe Luis Tormo

Título: Wildland
Titulo original: Kød & Blod
País y año: Dinamarca, 2020
Duración: 88 minutos
Dirección: Jeanette Nordahl
Guion: Ingeborg Topsøe
Fotografía: David Gallego
Música: Puce Mary
Reparto: Sandra Guldberg Kampp, Sidse Babett Knudsen, Joachim Fjelstrup, Elliott Crosset Hove, Carla Philip Røder
Distribuidora: Filmin

Artículo publicado originalmente en Encadenados

Foto: Filmin

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