Primeras dificultades
Año 1941. Orson Welles estrena Ciudadano Kane. El hombre que venía del mundo del teatro parece que había encontrado en el cine el medio de expresión perfecto para plasmar todas sus obsesiones. Es verdad que Welles continuará siempre ligado al teatro –muchas de sus películas tienen su origen en el teatro– pero el cine se convertirá en el eje de su trayectoria artística.
Debido a la resonancia mítica que ha adquirido Ciudadano Kane, y con la perspectiva histórica, la cita a esta película adquiere una reverencial admiración y podría parecer que Orson Welles, tras realizar este filme, tuvo un camino allanado y fácil de recorrer. Sin embargo, en esta primera incursión cinematográfica, la experiencia ya no fue cómoda.
Welles debió luchar con el magnate Hearts que vio en el retrato del personaje de Kane una descripción excesivamente cercana y peyorativa de su persona. Dificultad a la también hay que añadir el enfrentamiento por la autoría del guion con Herman J. Mankiewicz o la disputa sobre los hallazgos visuales atribuidos en parte a su director de fotografía, Gregg Toland.
Es cierto que el eco crítico es abrumadoramente positivo y ya en el momento de su estreno el filme se recibe como una obra colosal; pero también es cierto que los resultados en taquilla no obtienen un resultado parejo estableciendo una dicotomía entre el ámbito artístico y su repercusión comercial. Un elemento, el factor económico, siempre importante dentro del modo de producción estadounidense que considera fundamentalmente el cine como industria.
El esplendor de Welles
Pero con todo, la estrella de Welles continúa brillando con fuerza. Así, el fabuloso contrato con la RKO –uno de los cinco grandes estudios de la época dorada de Hollywood– le permitió abordar lo que sería su segundo proyecto cinematográfico, la adaptación de la novela de Booth Tarkington, The Magnificent Ambersons, ganadora del premio Putlizer en el año 1918.
El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942), título con el que se estrenó en España –aunque también sea conocida por la traducción de su título original, El esplendor de los Ambersons– se adapta perfectamente al universo temático de Welles. Una saga familiar situada a finales del siglo XIX y comienzos del XX en el que se establece la lucha entre el viejo mundo, con su mezcla de tradición y conservadurismo, confrontado con progreso que se impone con los nuevos tiempos y que comienza a conformar una nueva sociedad.
Es difícil no ver en el personaje protagonista del filme, Eugene (Joseph Cotten), un reflejo del propio director. Así, frente a los corsés del antiguo régimen representados por la patriarcal familia de Indianápolis, Eugene aporta la innovación –asociada al desarrollo del automóvil– necesaria para sobrevivir e imponerse a una clase social casi aristocrática que está abocada al fracaso pues su tiempo ya pasó. El uso de la gran mansión de los Amberson –como ya ocurría con la mansión de Kane– como recurso metafórico de un mundo que se atrinchera en su pasado tras los gruesos muros ejemplifica la lucha entre lo viejo y lo nuevo.
Puede ser que El cuarto mandamiento no tenga el impacto emocional y sorpresivo de Ciudadano Kane, pero bajo la aparente simplicidad de un relato romántico, el segundo filme de Welles confirma sus principios cinematográficos. No debe engañarnos por lo tanto la sencilla linealidad cronológica pues la continuidad temporal se fragmenta y enriquece mediante diferentes recursos en los que Welles deja constancia de su autoría y que tiene su reflejo en todos los aspectos visuales, desde la planificación (travellings y uso de la profundidad de campo) hasta el montaje temporal (encadenados, fundidos y elipsis).
Esta autoría se refuerza también con el empleo de una voz en off que va guiando el relato y que al final se identifica con el propio director que se encarga de dejar bien claro quién escribe y dirige la película en unos títulos de crédito muy significativos desde el punto de vista de la reafirmación autoral.
Sin embargo, pese a que la impresión final de El cuarto mandamiento es la de un filme personal e indiscutiblemente ligado al estilo de Orson Welles, todo ello no es óbice para justificar los innumerables problemas surgidos en la postproducción del filme. Problemas que se tradujeron no sólo en la mutilación temporal de multitud de escenas que hicieron que la duración del filme pasara de los 131 minutos originales a los 88 minutos definitivos, sino que también se alteró sustancialmente el final de la narración, provocando un drástico cambio en el sentido último de lo que el director pretendía transmitir.
Así, en un filme eminentemente pesimista, donde los personajes más reaccionarios e inmovilistas sufren las consecuencias de su falta de adaptación a los nuevos tiempos, provocando unas consecuencias trágicas no sólo para ellos sino para todos los que le rodean y que se traduce en el fracaso de la historia de amor de los protagonistas, se observa con sorpresa como el desenlace apuesta por un artificial happy end.
Los personajes interpretados por Joseph Cotten y Agnes Moorehead, ya como únicos testigos que han sobrevivido al paso de los años, unen sus destinos en una escena impostada que contradice el espíritu pesimista, trágico, que ha presidido toda la película.
Escenas finales, rodadas a espaldas de Welles y añadidas sin el consentimiento del director, con el objetivo de dulcificar lo que hubiera debido ser una conclusión más desesperanzada, un final que el propio director tildaba de muy duro.
Arte e industria
El motivo de esta amputación y manipulación se debe fundamentalmente a dos razones, que además se repetirán de manera dramática en casi toda la filmografía del director americano.
En primer lugar, nos encontramos con la política de grandes estudios que imperó en Hollywood desde sus orígenes hasta finales de los años 50. Un modo de producción que chocaba con la posibilidad de desarrollar un cine de autor, pues la película, incluso entendida como obra artística, era generalmente propiedad del estudio. Son los tiempos en que el cine se concibe como una industria y el resultado final es obra de todo un conjunto de personas. Un director podía elegir sus proyectos, escribirlos y dirigirlos, pero incluso en ese caso, rara vez tenía el control del montaje definitivo (final cut).
La idea de una política de autor, a la manera en que años después pondría de manifiesto la crítica francesa, donde el director era la estrella, aún estaba lejos.
Sólo algunos privilegiados como Ford, Hitchcock o Huston eran capaces de controlar todo el proceso de producción de una película, teniendo que revalidar económicamente esas producciones de tal forma que la rentabilidad fuera, al menos, pareja al resultado artístico.
Hay que tener en cuenta, además, que en aquellos casos en que el descalabro económico de una película fuera importante o la trayectoria de un director o productor no tuviera la repercusión comercial en la taquilla, Hollywood ya había demostrado que se mostraba implacable con estas situaciones. Ahí estaba el ejemplo de Erich von Stroheim para dejar constancia de la decadencia de una carrera.
Sin embargo, Orson Welles fue favorecido al principio pues su fichaje por la RKO llevó consigo una serie de ventajas inalcanzables en ese momento para otros creadores. Así, debido a su enorme repercusión provocada por el episodio radiofónico de La guerra de los mundos, la RKO, con tal de que el artista recalara en esos estudios, le permitió una serie de ventajas que le garantizaban un nivel de control artístico privilegiado dentro del contexto de la industria y la política de estudios.
Por tanto, dentro de una limitación presupuestaria, Welles podía desarrollar su historia, contratar sus colaboradores y escribir, actuar y dirigir en sus propias películas, conservando incluso el derecho al montaje final del filme. De hecho, durante el proceso de Ciudadano Kane estas reglas se respetaron con bastante fidelidad y el resultado final de su primer filme responde a lo que el recién llegado a Hollywood quería realizar.
Pero esta libertad artística de la que pudo disfrutar en Ciudadano Kane ya no tuvo continuidad y, desde luego, no alcanzó para su segundo filme. Welles pudo planificar el rodaje de El cuarto mandamiento, elegir sus colaboradores, escribir y dirigir el filme, pero una serie de circunstancias adversas facilitaron el que la RKO se hiciera con el control final del filme, recordando que pese a todo, la política del estudios pesaba más que cualquier contrato ventajoso si el estudio apreciaba que el filme se iba de las manos de su creador.
Y tras la política de estudios, la segunda razón por la que Welles tuvo innumerables problemas a lo largo de toda su carrera, lo podríamos englobar en una concepción desmedida de los proyectos. Por lo tanto, entre la rígida política de los estudios, por un lado, y la falta de sentido práctico de Welles para medir el desarrollo de los proyectos, se fraguó una mezcla excesivamente volátil, de tal forma que las ocasiones frustradas comenzaron a acumularse en su filmografía.
Curiosamente, con el paso de los años, Orson Welles adquiriría una envidiable capacidad para sacar adelante sus proyectos y solventando con la filmación y el montaje la deficiente economía de sus largometrajes. Ahí están los ejemplos de Mr. Arkadin o Campanadas a medianoche; y en realidad, prácticamente todos sus filmes desde la década de los años 50.
Una situación que comenzó con El cuarto mandamiento. Welles, hombre inquieto, incapaz de centrarse en un único proyecto, diversificaba sus actuaciones en diferentes líneas de trabajo, de tal forma que mientras rodaba El cuarto mandamiento, participaba como actor en otros filmes como Estambul, planificaba los próximos proyectos o realizaba la grabación de una serie de programas radiofónicos.
Esta necesidad de acudir a sus múltiples actividades laborales hizo que cuando la RKO se planteó la viabilidad económica de los proyectos que tenía en marcha, El cuarto mandamiento ocupara la primera posición para sufrir una intervención, pues el propio Welles se encontraba alejado para ejercer el control directo sobre el filme.
Como ya hemos avanzado anteriormente, el primer paso fue la mutilación del metraje original, cuya versión completa llegaba a los 131 minutos –en alguna bibliografía se maneja incluso 148 minutos– y que al final quedó en 88 minutos, la duración ideal para que la película se convirtiera en el complemento adecuado para los programas dobles; y el segundo paso de esta manipulación fue el rodaje de una serie de escenas complementarias que modificaron sustancialmente el resultado final del filme.
Entre estas escenas que llevaron adelante algunos de sus colaboradores como Robert Wise, Freddie Fleck o Russ Metty, se encuentra el final ambientado en el hospital y que aporta un desfigurado final feliz que chirría con el pesimismo que destila la película.
De esa forma, mientras Welles se encontraba enfrascado en sacar adelante otros trabajos, entre indicaciones, memorándums y comunicaciones entre el director y sus colaboradores, la película sufría las consecuencias de una manipulación justificada en aras a la necesidad de facilitar su estreno.
Crónica de una decadencia
Obviamente, la fuerza de El cuarto mandamiento es tal que, a pesar de las mutilaciones y los añadidos, el espectador todavía puede encontrar el sentido último de lo que el filme de Welles contar; de hecho el propio director afirmó que los cinco primeros rollos del filme están tal y como él los montó(1).
Así, para alguien que quiera conocer el estilo de Welles y quiera apreciar lo qué es la profundidad de campo, las posibilidades del montaje, el juego con las transiciones temporales y la elipsis, y el uso del plano secuencia, este filme es de obligada visión y permanece a la altura visual de otras obras de Welles. De hecho, Robert Wise (2), uno de los aludidos como responsable de esas manipulaciones, siempre aduciría en defensa de su trabajo que el filme se convirtió con el paso de los años en un clásico dentro de la filmografía de Welles.
Pero el problema fue que el crédito con el que contaba Orson Welles ante la industria de Hollywood se agotó completamente pues tras los problemas con El cuarto mandamiento, el director americano tampoco llegó a completar un proyecto que estaba filmando en Brasil titulado It’s all true.
A partir de ese momento, y con el breve paréntesis del rodaje de The stranger (1946), un filme realizado al amparo de la coyuntura política tras la II Guerra Mundial –la película trataba sobre un antiguo nazi que se escondía en EE.UU.–, Welles acumularía dificultades para poder imponer su estilo en cada nueva película, formándose una leyenda en torno a la realización de sus filmes que llegaría a competir en protagonismo con la propia repercusión artística.
El cuarto mandamiento significó la constancia fílmica de la rebeldía de Welles frente al método tradicional de Hollywood y la historia que narra el filme, sobre un mundo viejo que pronto entrará en decadencia frente al impulso de la evolución social –la tensión entre lo viejo y lo nuevo– supuso una digna metáfora de la lucha de un artista por mantener su manera de concebir las películas frente a los férreos dictados de los grandes estudios.
Y es que Welles, a pesar de todas las dificultades y las incomprensiones por las que pasó para realizar cada una de sus obras, siempre pudo dejar una huella fílmica de todo aquello que quería expresar en cada fotograma que filmó.
Escribe Luis Tormo
(1) Las palabras de Orson Welles fueron: “Todo el punto de vista de lo que yo rodé es que se veía ese recuerdo lírico de un pasado y los últimos cinco rollos estaban dedicados a lo que sucedía después. Estos e juzgó demasiado negro, demasiado duro. Cortaron e insertaron una escena en un hospital que resulta ridícula. (…) Pero los cinco primeros rollos del film están tal y como yo los monté”. Riambau, Esteve. Orson Welles, el espectáculo sin límites. Colección Dirigido Por… Ediciones Fabregat, Barcelona, 1985.
(2) Robert Wise empezó como montador en la RKO donde recibió un Oscar por el montaje de Ciudadano Kane. Ya como cineasta dirigió innumerables films de género y títulos como ¡Quiero vivir!, West Side Story, Sonrisas y lágrimas, etc.