En compañía de lobos
El cine de Rodrigo Sorogoyen, al menos el que se inscribe en el terreno del thriller, se caracteriza por la descripción de una serie de personajes oscuros que aparecen definidos en toda su complejidad –en el que resulta necesario destacar la autoría de su fiel colaboradora Isabel Peña como coguionista–. Un catálogo de gente amoral que se integra en la cotidianeidad de un territorio, de un país, de una colectividad; que si bien no significa que su cine tenga un valor sociológico, sí es cierto que indudablemente nos habla de la realidad que encontramos a nuestro alrededor.
Con este nuevo trabajo el director madrileño profundiza en su discurso autoral inspirándose en un suceso real acaecido en una aldea gallega en la que un matrimonio francés empeñado en instaurar una economía sostenible rehabilitando viejas casas y cosechando a la manera tradicional, se enfrenta a unos hermanos que prefieren vender sus terrenos a una empresa tecnológica de energía renovable.
Desde la muy estética escena con la que arranca la película en la que se reproduce a cámara lenta la tradicional fiesta gallega de A rapa das bestas –un inteligente spoiler de los que se nos viene encima– la película va planteando el conflicto con un incremento de la tensión; desde las conversaciones en el bar o la broma maliciosa en la carretera hasta las amenazas directas, en el que se van apuntando diferentes temas como el odio al extranjero, la propiedad de la tierra, la xenofobia y, sobre todo, la violencia masculina como herramienta para zanjar los problemas.
La determinación de Antoine (Denis Ménochet), en la que arrastra a su mujer, Olga (Marina Foïs), frente a los partidarios de pactar con la multinacional energética va más allá de la derivada económica para enraizarse en una consideración emocional en la que unos hombres enfrentados defienden su supervivencia, su modo de vida, apelando a los instintos más primitivos.
El universo urbano de Sorogoyen (Que Dios nos perdone, El reino, Antidisturbios) se traslada al entorno rural y el paisaje adquiere un protagonismo hacia el que se vuelven los personajes en una apelación que intenta justificar ese odio retador, esa maldad casi tribal. Un paisaje, unas estaciones que marcan el tiempo de la película y un enfrentamiento que remite a modelos cinematográficos que ya emplearon el western trasladado a la actualidad como Conspiración de silencio de Sturges o las violentas Deliverance de John Boorman y, sobre todo, Perros de paja de Peckinpah.
La película discurre acrecentando la tensión –uno de los fuertes del estilo del director–mientras carga de argumentos las posturas enfrentadas en un intento de comprender la razón por la que los personajes actúan de esa determinada forma; un plano secuencia de diez minutos en el bar pone en palabras de los personajes masculinos el modo de vida irreductible, irracional y violento al que se ven abocados, en un universo claustrofóbico que ni siquiera la amplitud paisajísticas consigue salvar.
Y cuando los impulsos más primitivos representados por esa masculinidad fanática llegan a su culmen –en un clímax que en otros filmes supone el desenlace–, la película cambia el punto de vista para centrarse en las mujeres; mujeres que pasan a primer plano, mujeres que sufren, mujeres que se enfrentan, mujeres con posturas férreas que sustituyen las armas por las miradas o los gestos reservados.
Una segunda parte en la que se profundiza en el odio, en el choque emocional y donde persiste la incomprensión, el odio a lo foráneo, pero donde la tensión más primitiva vira hacia la sutileza con una violencia más íntima donde los personajes femeninos adquieren relevancia arrinconando a los hombres.
En ese díptico en que se estructura la película, y que el director marca a través de un sutil cambio en la forma de narrar, se vuelve a contar con un plano secuencia de diez minutos en el que el personaje de Olga encuentra su espacio para justificar su actuación en ese afán de intentar comprender la parte más irracional que lleva a las personas a actuar de la forma menos esperable. A su vez, es el recurso para no juzgar a los personajes y mantener una mirada distanciada ante la sucesión de acontecimientos.
Es en la parte final donde el guion muestra síntomas de agotamiento al recurrir a cierta artificialidad que facilita el desenlace de la historia, impidiendo la sensación de estar ante un filme redondo.
As bestas es un retrato ambientado en la España vaciada, que debido a su origen en hechos reales toma forma en la Galicia rural –aunque parte de la película está rodada en el Bierzo– pero que podría estar ambientado en cualquier otro lugar porque, partiendo de su inicial consideración localista, las conclusiones terminan siendo universales; acrecentadas por esa querencia hacia el western –enfrentamiento plasmado como duelo, el uso de la violencia más allá de la ley, la importancia del paisaje, la autoridad moral que da la pertenencia a un territorio– que favorecen la sensación de encontrarnos ante una obra que no tiene fronteras.
Un relato turbio, inquietante que rompe con el tópico de la belleza y la tranquilidad de la vida rural en una película que se esfuerza en describir la dureza de la vida en el campo, de las dificultades para sobrevivir y del callejón sin salida que supone el enfrentamiento violento entre las personas. Una historia de tozudez donde tras la tormenta no viene la calma y en el que las consecuencias de los actos se anclan en todas aquellas personas implicadas.
Escribe Luis Tormo
Título: As bestas
País y año: España, Francia, 2022
Duración: 137 minutos
Dirección: Rodrigo Sorogoyen
Guion: Rodrigo Sorogoyen, Isabel Peña
Fotografía: Álex de Pablo
Música: Olivier Arson
Reparto: Denis Ménochet, Marina Foïs, Luis Zahera, Diego Anido, Marie Colomb
Productora: Arcadia Motion Pictures, Caballo Films, Cronos Entertainment AIE,
Distribuidora: A Contracorriente Films