Crítica de El cuento de las comadrejas de Juan José Campanella

Amor de cine

El cine de Campanella se fundamenta en la estructura clásica de la narración, un tratamiento brillante de los diálogos y la presencia de actores y actrices que son capaces de dar vida a ese texto que suele hablar de la pervivencia del amor, de las oportunidades perdidas, de aquello que se ha quedado en el camino, y la confrontación entre el pasado y el presente.

Bajo este prisma (con la excepción del filme de animación realizado en 2013, Futbolín), el guionista y director argentino vuelve al cine casi una década después de El secreto de sus ojos (2009), la película con la que obtuvo el Oscar. Para esta vuelta, Campanella parte del filme argentino titulado Los muchachos de antes no usaban arsénico, una película estrenada en 1976 que terminó siendo una obra de culto, y su director, José Martínez Suárez, un nombre admirado por las sucesivas generaciones de cineastas argentinos.

En el filme de Campanella, Mara es el exponente del cine clásico, de la diva por excelencia, siempre rodeada de aquellos que hicieron posible el espectáculo (director, guionista, actor). Este anclaje al pasado, que queda explicitado en la excelente primera panorámica de 180 grados en la que se une la imagen del cine con la persona real envejecida a través de los ojos llorosos, marca la referencia nostálgica de unas vidas que parece ya vivieron su mejor época. La irrupción de unos jóvenes en su aislado mundo, que con sus tretas intentan provocar la venta de la vieja casa, alterará el equilibrio natural de los ancianos.

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A partir de ese momento, el relato traza un recorrido asentado en el humor negro, para mostrarnos la supervivencia de un mundo, el de los ancianos, que se defiende y resiste a desaparecer frente al empuje de lo nuevo, convirtiéndose en una metáfora alimentada por las referencias al mundo animal (la araña, las comadrejas), equiparándolas con las amenazas que sufren los ancianos recluidos en la seguridad de su hogar (esa gran casona que se convierte en un protagonista más de la película).

Para llevar adelante su mensaje, Campanella nos introduce en una especie de thriller satírico basado en la disputa entre los ancianos y los jóvenes, con múltiples requiebros y sorpresas, en un entorno donde todos los personajes juegan sus cartas para imponerse a los demás. Unos personajes donde nada es lo que parece y no podemos hablar de buenos y malos, pues al final, todos recurren a sus estratagemas para conseguir su objetivo.

Sin embargo, esta capa externa recoge en su interior temas y tratamientos que se despegan del filme original para acercarse al mundo creativo del director de Luna de Avellaneda. De esta forma, Campanella pone el foco en la continuidad de la historia de amor de Mara y Pedro; Mara, a pesar de sus amantes, de sus altibajos, de su afán de notoriedad como estrella que fue en su día, de su sentimiento de culpabilidad, finalmente comprende que está unida a ese hombre (el secundario que acompaña a la protagonista) de por vida. Frente al pragmatismo de los jóvenes con un amor frágil que en cuanto es sacudido o puesto en dificultad, se rompe; tenemos una apuesta por el amor romántico, el amor que perdura en el tiempo.

Este amor de la pareja se extiende al amor que sienten (sentimos) por el cine de toda la vida, el cine clásico. Los ancianos representan la esencia de ese mundo donde los actores y las actrices eran las estrellas que conformaban una mitología ligada al cine.

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Para empastar todos estos componentes creativos, Campanella recurre a un planteamiento expositivo a través del metalenguaje cinematográfico y es que El cuento de las comadrejas esconde la propia creación de una película dentro de otra y donde la introducción de referencias cinematográficas va marcando la evolución del relato.

Así, uno de los personajes dice «si esto fuera una película ocurriría o pasaría determinada cosa» y al instante vemos cómo sucede esa cosa. O cuando en un determinado momento un personaje dice que a este relato todavía le falta un acto o que ahora debe venir un fundido, y todo ello se refleja en la pantalla.

Ante el espectador se despliega entonces una propuesta en la que asistimos a la elaboración de un tipo de cine que nos suena, con unos tics reconocibles. Unos más evidentes, otros más ocultos, son todos una serie de elementos que asociamos a la propia génesis de planos y escenas que identificamos simplemente por haber contemplado cine.

Así podemos observar cómo muchos planos se inclinan unos grados para marcar el acento del misterio, para crear desasosiego; la banda sonora contribuye, desde la propia elección de las canciones hasta la melodía de la música, a despertar un sentimiento de emoción o intriga, en este sentido cuando aparece el título final la música efectúa un crescendo, aumentando gradualmente el sonido hasta conseguir el efecto de final clásico.

El planteamiento de algunas escenas remite a imágenes que forman parte del cine que se quiere homenajear, en este sentido es inevitable no acordarse de la Gloria Swanson de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) cuando vemos a Mara descender por la escalera de la viaje casona.

La película insiste en esta recreación introduciendo referencias de películas y profesionales del cine argentino, como el nombre de Mario Soffici o el personaje que interpreta Clara Lago se llama Bárbara y la actriz joven de la película original era Bárbara Mújica. El propio director se ríe de sí mismo con las referencias a su primera película en EE.UU., El niño que gritó puta, o la ironía con que juega con la imagen de la estatuilla del Oscar.

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Planteada de esta forma, la propuesta es un gran juego que le permite a Campanella diferenciarse del original y llevar este remake a un terreno propio. Esa historia de amor de unos personajes y ese amor declarado a un tipo de cine es, si el espectador decide entrar a jugar, una interesante declaración del director argentino. Frente a una narración realista inicial, poco a poco, nos vamos introduciendo en un mundo mágico que permite desplegar el humor más negro, donde aflora un tono que resulta lejanamente reconocible (El quinteto de la muerte, The ladykillers, 1955).

Para que la película funcione es necesario reunir dos ingredientes característicos de la filmografía de Campanella: en primer lugar, tenemos unos diálogos ágiles que sostienen ese humo negro con réplicas y contrarréplicas, capaces de dar esa visión irónica; y en segundo lugar, un grupo de actores y actrices que hagan creíbles los personajes, y ahí, como suele ser habitual, el reparto está esplendido, pues en ese juego de realidad y ficción se detecta la complicidad del casting para poner en pie la historia.

También encontramos en El cuento de las comadrejas de la falta de contención que ya se ha podido rastrear en algunas de sus películas (la parte final de El secreto de sus ojos), así la película adolece de un metraje excesivo en el que tenemos algunas explicaciones o detalles que quizá se hubieran debido dejar menos subrayadas. Hay cierta reiteración en la metáfora de las comadrejas o algunas escenas que se desarrollan fuera de la casa que aportan datos que el espectador ya intuye sin necesidad de verlo (el engaño de los jóvenes a Mara con las escenas del restaurante, la escena en la multinacional).

Con todo, quedémonos con la construcción de algunas escenas, como ese estupendo inicio, la recreación de esa antigua estrella de cine, la construcción de los diálogos, la recreación de la historia de amor entre Mara y Pedro, y finalmente, el testimonio del amor por un tipo de cine que ya pertenece a otra época.

Escribe Luis Tormo

Artículo publicado originalmente en Encadenados

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