Crítica de Vivir deprisa, amar despacio de Christophe Honoré

Del amor y de la muerte

Arthur (Vicent Lacoste) es un joven estudiante que tiene todo el futuro por delante, no sabe muy bien qué camino tomar, mantiene una relación con una chica pero por las noches tiene aventuras esporádicas con hombres. En un encuentro casual en el cine conoce a Jacques (Pierre Deladonchamps), un escritor mayor que él del que termina enamorándose. La relación entre ambos es intermitente debido a que Jacques mantiene una actitud un tanto egoísta y cínica. Este es el argumento de Vivir deprisa, amar despacio (Plaire, aimer et courir vite, 2018), el último trabajo de Christophe Honoré, un director (y escritor) veterano con más de una decena de filmes a sus espaldas.

Esta historia de amor intermitente viene enmarcada en un contexto temporal y geográfico que marca su devenir. La acción se sitúa en 1993, con una comunidad gay afectada por la amenaza mortal del SIDA en un entorno mucho más homófono que el actual. En este sentido la ubicación de los personajes también juega un papel diferenciador: Jacques se desenvuelve en París mientras Arthur, bretón, vive en Rennes.

Pero a pesar de que la enfermedad sobrevuela a lo largo de todo el filme, Vivir deprisa, amar despacio, no es una crónica sobre el SIDA, pues la película sitúa en primer término por la necesidad de amar. Jacques, a pesar de ser un cínico que se reviste de una coraza de frialdad para justificar su incapacidad para mantener una relación, no deja de ser un hombre que siente amor por todo aquello que le rodea. Cuida de su ex pareja que se encuentra terminal debido al SIDA (y con quien se identifica pues él también es portador del virus), se preocupa por su hijo, mantiene una estrecha relación de amistad con su vecino y, finalmente, es incapaz de resistirse a compartir parte de su tiempo, de su vida, con Arthur.

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Arthur es todo lo contrario, más joven y sin la limitación de un tiempo que se acaba, sí apuesta por su relación con Jacques y a pesar de sus múltiples relaciones la sombra del escritor siempre está presente. Son el yin y el yang. Jacques vive en París, Arthur en Rennes. Uno es un escritor consolidado y el otro comienza a introducirse en la literatura. Frente a la madurez de lo inevitable tenemos la irresponsabilidad de quien está empezando a caminar en el mundo adulto. Arthur provoca un terremoto sentimental en Jacques, de tal forma que éste por primera se cuestiona lo que ha sido su vida, sus relaciones.

La primera parte del filme tiene un ritmo más vertiginoso en el que se confrontan los dos modos de vida diferenciados que llevan los protagonistas. Lo que parece ser una serie de encuentros que no se sabe muy bien dónde pueden acabar terminan conformando un lazo de unión entre ambos. Tras la irrupción real de la muerte, a través de la figura del ex amante, y la presencia de la enfermedad que se va adueñando de Jacques, la segunda parte adopta un compás más pausado y pone de relieve el meollo del filme, la independencia del sentimiento amoroso frente a la adversidad; aunque el protagonista sea consciente de que no es el momento de iniciar una relación no puede evitar sentirse arrastrado por la fuerza de ese espíritu más joven.

Pero a pesar de la situación de Jacques, el relato no ahonda en el dramatismo. Las consecuencias pueden ser trágicas pero el tono es romántico. La admisión por parte del personaje principal de que ha sido incapaz de convivir con otras personas, de amar, e incluso la tristeza de ser consciente de que puede haber encontrado su historia de amor precisamente ahora que no tiene tiempo, no está reflejado con desesperanza. Tampoco hay una lectura moral sobre la enfermedad o la promiscuidad sexual, simplemente los personajes son como son, uno crepuscular, mirando el fin cercano, y otro abriéndose al mundo (dejará su ciudad para ir a París).

Ninguno de los personajes que pueblan el filme tiene recetas mágicas para ser feliz pero la amargura se compensa con los deseos ocasionales; la película es un aviso de que no hay que desperdiciar el tiempo porque el drama está siempre presente, pero no hay lágrimas, hay nostalgia de un futuro que hubiera podido ser prometedor.

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Esta crónica de unos años que Christophe Honoré vivió de cerca y que inspiran algunos rasgos del personaje de Arthur (el realizador francés tenía 23 años en esa época, estudió en Rennes y luego se desplazó a París) se ve arropada por una serie de homenajes literarios y cinéfilos que salpican la narración y que de alguna manera conforman todo una declaración de principios: las tumbas de Bernard Marie Koltes y François Truffaut, los carteles de Chico conoce a chica de Leos Carax o el de Querelle de Fassbinder (diseñado por Andy Warhol), la proyección de El piano de Jane Campion, donde se conocen los protagonistas.

El tono del filme se completa con una amplia referencia de temas musicales que tienen la funcionalidad de aportar un contenido adicional a los diálogos. Sirve como ejemplo la excelente escena final en la que Arthur, sentado junto a la cabina telefónica, espera una llamada —que el espectador sabe que no se producirá— mientras la voz de Harry Nilsson canta One is the loneliest number (El uno es el número más solitario) y la película funde a negro.

Optimista en la amargura, alegre en la tristeza, trágica pero romántica, Vivir deprisa, amar despacio, supone, a pesar del lastre de su excesiva duración y de algunos diálogos excesivamente literarios, una mirada íntima a la pasión amorosa vivida más allá de las limitaciones, con raíces en un tiempo concreto, pero que intenta lanzar un mensaje universal y donde destaca el trabajo interpretativo de los dos protagonistas, Pierre Deladonchamps y Vicent Lacoste.

Escribe Luis Tormo

Artículo publicado originalmente en Encadenados

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