Territorio Trump
Paisajes polvorientos, imágenes que muestran carteles de negocios y empresas cerrados, casas y propiedades en venta, coches y furgonetas desvencijadas, hogares que limitan con la miseria, pequeños pueblos en los que la vida parece detenerse, personajes acostumbrados a vivir en la pobreza endémica, presencia constante de las armas para defender o tomar aquello que se considera propio.
El plano secuencia con el cual se abre Comanchería (1), aprovechando el uso del cinemascope, une dos acciones; por un lado, la empleada de banco que se dirige a su oficina; y por otro lado, el coche de los ladrones que van a asaltar a sucursal bancaria de la pequeña ciudad. Un robo amateur perpetrado por dos hermanos, un robo de poca monta para reunir algo de dinero con el que recuperar el control de su granja familiar en manos del banco. A continuación se repetirá este mismo esquema en otra sucursal de un pueblo cercano. Una estrategia ideada por Toby (Chris Pine), y que cuenta con el apoyo de su hermano Tanner (Ben Foster), un ex convicto con un pasado violento (Ben Foster),
El guión de Taylor Sheridan (Sicario) exhibe como descargo para la actuación delictiva de los hermanos la situación personal y familiar de unos personajes abocados a la miseria en un entorno social empobrecido por la crisis económica. Aunque los dos hermanos no se equiparan de la misma manera pues frente a la violencia innata de Tanner, Toby aparece retratado de una forma más reflexiva, más serena.
Al principio del filme, en una pared se exhibe una pintada con una sentencia “Tres veces en Irak pero no hay dinero para nosotros”, en la que se define el sentir de la mayoría de los personajes que se asoman por la pantalla, pues son exponentes de esa parte residual que el sistema condena a vivir en el umbral de la ruina. Toby no es más que uno de tantos frustrados que ha sacrificado sus mejores años para que finalmente un banco se quede con todo (ha perdido su tierra y ha fracasado en su vida familiar como marido y como padre).
Frente a los asaltantes, la pareja formada por un viejo ranger a punto de retirarse, Marcus (Jeff Bridges), y su compañero de origen indio, Alberto (Gil Birmingham), encargados de la investigación de esta serie de robos.
Policías y ladrones, la ley frente al delito, los dos hermanos sabiendo que tientan al destino robando en las pequeñas sucursales; los agentes de la ley expectantes, sabiendo que tarde o temprano se enfrentarán a ellos. El filme contrapone, utilizando el raccord, los planos de los vehículos de unos y otros en dirección contraria como un juego visual que avanza el futuro enfrentamiento. Toby necesitará un robo más, el botín necesario para juntar el dinero que debe al banco; un único golpe es también lo que espera Marcus para atrapar a los delincuentes. Un enfrentamiento que llegará tarde o temprano, pero en el que a pesar de sus diferencias, se pueden encontrar puntos en común.
En ambas parejas hay un personaje dominante. Toby planifica toda la jugada para ser capaz de recuperar su propiedad en unos días mientras Marcus impone su experiencia, frente a la impaciencia de Alberto, para tratar de resolver los robos. Dos líderes y dos secundarios.
Los dos hermanos mantienen una línea que los separa, Toby intenta mejorar su situación para que su hijo no sufra como él, mientras Tanner está marcado por la desgracia; Toby cruza la frontera de la ley para obtener un fin, mientras Tanner siente el peso de un pasado criminal que le ahoga, es un personaje sin futuro.
Entre los policías, además de la barrera generacional, se establece una diferencia casi racial entre ambos, Marcus marca una oposición constante a su compañero mediante sus alusiones y comentarios discriminatorios, recordándole a Alberto su origen indio, humillándolo en numerosas ocasiones.
Pero en Comanchería lo más importante son los momentos muertos, los espacios entre robo y robo, las conversaciones y los silencios. Estamos ante un western, un western que cambia los caballos por coches pero donde es posible rastrear la deuda del filme con este género. Aquí la importancia del paisaje es capital, la tierra como elemento de anclaje a la tradición y a los valores de las personas.
Un paisaje al que se mira perdiendo la vista en el infinito, un paisaje con el que se conversa, un paisaje donde los protagonistas expresan sus dudas. Los hermanos hablan pero muchas de sus conversaciones son dirigidas a ese paisaje al que interrogan esperando una respuesta; el viejo agente de la ley, incapaz de dormir en la habitación, se pasea errante con una manta por el exterior del motel, pasando la noche en el porche. Los porches son fundamentales en todo el filme pues los personajes no tienen hogar, ya no les pertenece, por lo que aparecen situados en esa antesala, a medio camino entre el hogar (perdido) y un paisaje (añorado).
Personajes frustrados que se preguntan cuál es la causa por la que su trabajo no obtiene recompensa alguna; adultos que han visto pasar los mejores años de su vida para encontrarse con que no tienen nada, que su propiedad, su terreno, aquello que es suyo, ha pasado a formar parte de un banco; Marcus, un hombre que en la hora de su jubilación expresa su desesperanza y su hartazgo. Tanner, carne de prisión y sabedor de que su modo de vida tiene fecha de caducidad, al que únicamente le queda una oportunidad para ayudar a su hermano; Alberto mirando un programa del telepredicador intentando encontrar alguna respuesta. No hay ninguna esperanza de amor, los protagonistas son incapaces de relacionarse con las solitarias mujeres que describe el filme (la camarera, la chica del casino, la ex mujer).
Y esa falta de esperanza es la que une a perseguidores y perseguidos, a indios y vaqueros, a ladrones y policías. El viejo ranger terminará cercando a los ladrones pero, en el fondo, las barreras de lo que está bien y mal son difusas. A pesar de que la película está organizada en un montaje paralelo en el que se alterna las andanzas de los dos hermanos y las investigaciones de los rangers, el mismo montaje los encadena para situarlos en el mismo plano.
El día anterior al robo definitivo, los dos hermanos hablan y juegan a pelearse contemplando el paisaje mientras el ocaso va menguando la luz; en esa escena suena la canción de I’m not afraid to die (No tengo miedo a morir) de Gillian Welch, que se encadena (y une) con la imagen de Marcus, sentado en una silla del porche del motel esperando el desenlace de los acontecimientos.
De hecho, en estos grupos de hombres sobreviven los fuertes, rompiéndose la cadena por el eslabón más débil. Y como siempre pierden los indios, los comanches, Alberto, por origen, por sus ancestros, y Tanner por comportamiento (se declara comanche, enemigo de todos, señor de las llanuras).
En el duelo final, planteado según el modelo clásico (oposición frontal, armas a la vista, diálogos amenazantes), Toby y Tanner aplazan su enfrentamiento porque ambos se saben derrotados de antemano. Toby, a pesar de llevar a buen puerto su astuto plan para traspasar la herencia a sus hijos, se ha sacrificado moralmente. Marcus, una vez consigue averiguar las razones de Toby para llevar a cabo los robos (“lo que hacemos por los hijos”) tampoco es capaz de cerrar definitivamente el asunto pues la sensación de aquello que entendemos por justicia se diluye en esta ocasión.
Justicia que se toma por la fuerza de las armas (todos disparan contra todos, desde el viejo cliente en el banco hasta los habitantes que han sido alertados por el robo de la sucursal), actuaciones que se justifican por la situación de miseria e incomprensión de una serie de personas que quedan fuera del sistema, parias en su propia tierra, fascismo cotidiano de aquel que empuña un arma para defender lo suyo en un momento social en que consideran que la tradición está amenaza, y como explica el personaje de Toby, por “una pobreza es como una enfermedad que se transmite de generación en generación”.
Comanchería traduce —hundiendo sus raíces en el western crepuscular de Peckinpah, y en el resto de filmes que desde entonces se han inspirado en ese modelo para adaptarlo a diferentes géneros— las consecuencias de una crisis en ese calidoscopio inmaterial que conforma la América profunda golpeada por la crisis económica, no la de las grandes urbes sino la de las pequeñas ciudades y pueblos en donde la tradición se extiende y permanece oculta a ras de hierba, que es como acaba el último plano del filme.
Escribe Luis Tormo
Nota
(1) La traducción del título original es una frase hecha que vendría a ser “pase lo que pase” o “contra viento y marea”; el título español Comanchería se justifica por el territorio en que se desarrolla el filme, las tierras de los antiguos comanches, y por el significado metafórico que introduce respecto a la mirada a un pasado que se ha perdido y donde la única actitud para defender sus valores es considerarse enemigo de todos.
Artículo publicado originalmente en Encadenados