Crítica de El traidor de Marco Bellocchio

Estas últimas semanas se ha hablado mucho de cine y mafia a raíz del estreno en las salas de cine, y su difusión posterior a través de la plataforma Netflix, de El irlandés de Martin Scorsese. Y casi a continuación hemos podido asistir al fugaz estreno de El traidor (Il traditore, 2019) de Marco Bellocchio, una coincidencia temporal que tiene que ver con el encaje caprichoso de la distribución cinematográfica pues el filme de Bellocchio ya formó parte de la Sección Oficial de pasada edición del Festival de Cine de Cannes.

Ambos filmes tienen mucho en común. De entrada son dos obras que huelen a clasicismo, un clasicismo que deviene de la larga trayectoria de sus realizadores: Scorsese tiene 77 años y Bellocchio ha cumplido ya los 80; dos películas en las que es fácil rastrear la trayectoria pasada de sus creadores; ambos tratan de la mafia y de unos personajes molestos para la organización criminal debido a que cuestionan los «valores» tradicionales que la sustentan. Y tanto una como otra componen un fresco histórico de una época, de un país, articulado a través de la mafia y sus oscuras relaciones con el poder.

La diferencia, y no es ni bueno ni malo, entre el filme de Scorsese y el de Bellocchio estriba en que mientras el primero destila cierta impresión de que estamos asistiendo a una obra crepuscular que viene a concluir una trayectoria como autor; en el segundo presenciamos una película que más que cerrar un itinerario se abre explorando territorios solo limitados por la avanzada edad de su creador.

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Foto: Lia Pasqualino

El realizador italiano ya se había acercado a la situación política y social de su país en anteriores trabajos, escogiendo personajes públicos para efectuar una mirada reflexiva sobre el poder, la historia y la realidad de Italia, tal y como pudimos ver en Buenos días, noche (2003) a través de la figura de Aldo Moro, y también en Vincere (2009), centrado en Mussolini.

Ahora, para analizar una de las mayores crisis de estado provocada por el macroproceso a la mafia, el asesinato de los jueces Falcone y Borsellino y las relaciones entre la mafia y la política, Bellocchio escoge como soporte para su exploración la figura de Tommaso Buscetta, el primer arrepentido.

Buscetta fue un capo intermedio dentro de la organización mafiosa siciliana, que al ver cómo su clan (familia, colaboradores) estaba siendo aniquilado a través de diferentes asesinatos inscritos dentro de las guerras entre los clanes mafiosos, contactó con el juez Falcone para romper la ley del silencio impuesta en la Cosa Nostra. La confesión de Buscetta permitió a la justicia italiana conocer la estructura de la mafia, su organización a través de una comisión y sus modos de actuación. Su presencia en el macroproceso contra la mafia que se desarrolló en 1986, permitió encarcelar a más de 350 mafiosos. En 1992, tras el asesinato del Falcone y de su colaborador más inmediato, el juez Borsellino, volvió de su exilio en EE.UU. para testificar contra los políticos italianos (Salvo Lima, Giulio Andreotti) relacionados con la mafia.

La película se estructura en dos partes. En la primera mitad asistimos a un relato clásico de historia de la mafia. La primera escena, localizada en Palermo en 1980, remite claramente al inicio de El Padrino de Coppola, con una celebración en la reconocemos a los principales protagonistas de la mafia siciliana. La foto con la que se cierra la escena escenifica que fuera de ese marco familiar no hay nada más para unos personajes que comienzan a manejar e internacionalizar el negocio de la droga.

La acción salta a Brasil, donde Buscetta vive exiliado, mientras con un montaje paralelo asistimos a los asesinatos del clan familiar del protagonista que recuerda al estilo de Scorsese a través de un montaje vertiginoso donde la violencia es mostrada con crudeza (enumeración de los asesinatos en la pantalla).

Con esta coartada moral sobre el aniquilamiento de su familia, Buscetta ya se considera liberado para delatar a sus superiores, colaborando con la investigación del juez Falcone. Un bloque en el que Bellocchio equipara la actuación del juez y la del mafioso en base a la necesidad de conseguir un objetivo común; en cierto modo, los dos personajes actúan en solitario frente a sus organizaciones, pues como las posteriores revelaciones sobre la convivencia de la mafia y los políticos, Falcone no deja de ser un elemento incomodo para el Estado.

La anécdota de compartir los cigarrillos sirve como nexo de unión personal entre ambos y establece que, al igual que los cigarrillos, tras su consumo todo llega a su final, como se observa en ese último cigarro que comparten con el que se cierra la relación entre Falcone y Buscetta.

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Foto: Lia Pasqualino

El teatro de la vida: héroes y bufones

En 1991, Franco Battiato editaba Povere patria, dentro del su disco Come un cammello in una grondaia (en 1992 se publicaría en España el disco interpretado en castellano). La canción describía la triste situación de Italia y en sus versos el cantautor siciliano hablaba de los abusos del poder, de una tierra devastada por el dolor, tildaba a los gobernantes de perfectos inútiles bufones y realizaba una apelación al sentimiento de pena ante las muertes que llenaban las calles. Tras el asesinato de los jueces Falcone y Borsellino por parte de la mafia la canción se convirtió en un himno de la sociedad civil que comenzaba a ver cómo la nación era incapaz de enfrentarse a la Cosa Nostra.

La segunda parte de la película comienza con las sesiones del juicio contra la mafia. Y lo hace con una significativa escena que remite a esa idea de gobernantes bufones que describía la canción de Battiato. El arrepentido acude al sastre para que le confecciones el traje que llevará en el juicio y allí coincide con Giulio Andreotti que nos es mostrado con la parafernalia de quien preside el Gobierno, pero aparece en calzoncillos mientras es llevado de un lado a otro. Es la representación de un poder político tristemente cómico y marioneta de las oscuras tramas que lo relacionaban directamente con el crimen. Andreotti saldría indemne de los juicios posteriores pero Bellocchio lo condena visualmente en esta escena.

 

Esta sensación preside todo el bloque en que se desarrollan las sesiones del juicio. Son escenas largas, documentadas, en las que se prolonga el efecto de que estamos asistiendo a algo irreal, entre la locura y el sarcasmo, aunque todos los detalles, desde la escenografía a las situaciones que se desarrollan en él, son fieles a la realidad de lo que ocurrió. Se puede consultar las escenas de televisión y prensa de la época para comprobar la certeza de las interrupciones, los alborotos y las situaciones extremas (el mafioso que se cose la boca). Lo que ocurre es que el director italiano las muestra como una representación teatral donde cada personaje tiene su papel ya escrito, asistimos a un enfrentamiento escénico planteado en el plano-contraplano entre la justicia y los presos.

Se enjuicia a personas, pero asistimos al choque de dos poderes, Mafia y Estado, en el que el montaje escénico no aclara quién sale indemne. Tanto en esta parte como en los posteriores juicios que seguirán tras la muerte de los jueces antimafia, en los que se juzga a políticos italianos, entre ellos el propio Andreotti, todos los implicados parecen formar parte de entramado criminal en el que no se puede distinguir entre villanos o héroes (papel reservado en exclusiva para la figura de Falcone); de hecho ni siquiera Buscetta, que insiste en no considerarse un traidor y parece estar por encima del bien y del mal, se libra de la imagen peyorativa a pesar de su supuesta moralidad para denunciar la trama mafiosa.

En este sentido, Bellocchio recupera una temática presente en toda su filmografía: la crítica a la familia como institución que se encuentra en la base de las relaciones de los individuos y de la sociedad. Tanto el capo Riina como el arrepentido Buscetta, son defensores de la familia y aluden a ella, y a su defensa, como impulsora de las acciones que desencadenan.

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Foto: Lia Pasqualino

Buscetta denuncia cuando siente cómo su familia es atacada y la mafia reacciona contra aquellos que atentan contra la pervivencia de su organización familiar. Una familia que está en la cédula individual, íntima, de cada persona, pero también la familia como organización criminal, política o social con un anclaje en la tradición y los valores morales defendidos por la religión.

La parte final del filme, con Buscetta y su familia ocultos en EE.UU., sirve para ultimar la parte más simbólica que ha ido apareciendo a lo largo de toda la película en pequeñas escenas como son los flashbacks y la recreación de recuerdos imaginarios y ensoñaciones que navegan entre la ficción y la realidad. El director italiano concluye la película cerrando con la historia que Buscetta le cuenta a Falcone sobre la orden que recibe en su juventud para matar a un hombre. El hecho de que la última escena sea precisamente esa ensoñación sobre el cumplimiento de la orden recibida es significativo en cuanto a la consideración moral de la figura del traidor.

La película, que cuenta con un reparto inmenso de personajes secundarios, tiene uno de sus principales valores en la actuación de Pierfrancesco Favino, omnipresente a lo largo de las dos horas y media que dura el filme, y que es capaz de mostrar la doblez de su personaje, la ambigüedad moral de la figura de Buscetta

El traidor se convierte en un repaso crítico de una etapa crucial en la historia contemporánea de Italia, con numerosas subtramas (el apego a las raíces tradicionales de la sociedad, la creación de los mitos, el juego de la realidad y la ficción, el poder de la televisión, la reflexión sobre qué es la justicia o el papel de la Iglesia) y donde las diferentes escenas y bloques del filme terminan encajando como las piezas de un puzle de difícil resolución.

Marco Bellocchio, modelando la realidad, es capaz de crear una obra personal que entronca con sus postulados temáticos y creativos, y que sitúan al director italiano en el terreno de los grandes autores.

Escribe Luis Tormo

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