Crítica de Mario

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Comedia negra sobre la fragilidad de las apariencias

Mario es un film modesto, de dimensiones contenidas y presupuesto limitado. Tres características que no solo definen su proceso de producción, sino que también se reflejan en el resultado final, sin que ello suponga una merma en su ambición narrativa. Guillem Miró –quien  debutó en el largometraje con En acabar (2017)– es plenamente consciente del alcance de sus medios y los aprovecha para construir una obra coherente, en la que cada recurso está puesto al servicio de la historia.

Sin ignorar las limitaciones inherentes a este tipo de producciones, aquí se consigue lo que muchas películas similares no logran: llegar a las salas de cine. En lugar de quedar relegada a un breve paso por festivales y a una presencia en plataformas digitales, el filme ha logrado abrirse paso en un circuito tradicionalmente adverso a este tipo de propuestas, lo que confirma que hay mimbres por debajo de este trabajo.

Esta comedia negra –coescrita junto a Ana Inés Fernández– es un relato que explora la fragilidad de las apariencias. Antònia organiza una fiesta sorpresa en su masía, con la intención de celebrar el cumpleaños de su novio, Mario. Invita a familiares, amigos y compañeros de trabajo. Para todos ellos, Mario es el novio ideal: un médico solidario, atento con el niño de la familia a quien enseña a tocar el violín, y un colega ejemplar en su entorno laboral.

Lo que en un principio parecía una celebración alegre y entrañable con esas primeras imágenes de la preparación del pastel con una música inequívoca de comedia clásica, pronto comienza a desdibujarse, dando paso a una atmósfera ambigua y cargada de tensión. La cordialidad inicial y las presentaciones –necesarias, ya que a pesar del paso del tiempo ni los familiares ni Antònia conocen a los amigos de Mario– marcan un arranque prometedor.

El reparto coral de Mario. Foto: Filmax

Sin embargo, a medida que transcurren los minutos y se alarga la espera por la llegada del homenajeado, la conversación superficial entre los asistentes empieza a desvelar fisuras en la imagen idealizada de Mario. Anécdotas aparentemente inofensivas, compartidas en tono casual, terminan por sembrar dudas y revelar contradicciones en torno a su figura, sugiriendo que tal vez no sea el hombre intachable que todos creían conocer.

Sustentado en pequeños detalles, como el recuerdo de un perro o la aparición de fotografías que revelan aspectos significativos del pasado, el clima emocional de la reunión comienza a enturbiarse de forma paulatina. Esta tensión creciente se ve acentuada por el desarrollo del drama en un espacio único y cerrado: el comedor de la casa, que funciona casi como un escenario teatral donde se intensifican los vínculos y las emociones.

La aparente comicidad inicial, provocada por las contradicciones y malentendidos entre los distintos miembros del reparto coral, va diluyéndose lentamente, hasta teñirse de un tono más sombrío. Así, lo que parecía una celebración ligera termina por exponer con crudeza la fragilidad de los sentimientos que unen a las personas, revelando las fisuras ocultas bajo la superficie de las relaciones familiares y afectivas.

La amistad y los vínculos familiares, cultivados durante un largo periodo, comienzan a desmoronarse ante las crecientes sospechas sobre la autenticidad de los elogios dirigidos a Mario. Lo que inicialmente parecía un gesto sincero —un video en el que sus compañeros de trabajo le felicitan— se transforma inesperadamente en un elemento perturbador. Lejos de fortalecer los lazos entre ellos, dicho material despierta dudas, alimenta la desconfianza y expone un lado oscuro oculto tras las demostraciones públicas de aprecio.

El guion de Mario nos conduce con fluidez a través de distintos escenarios en constante transformación, sin que los giros narrativos se perciban como recursos forzados o artificiosos. Lejos de parecer un mero truco, la historia se desarrolla de forma orgánica, envolviendo al espectador en una dinámica que resulta tan familiar como inquietante. La trama se convierte en un juego de espejos que se retroalimenta de experiencias comunes: la constante búsqueda de aprobación externa y la imperiosa necesidad de proyectar una imagen idealizada de uno mismo. En una sociedad donde la apariencia ha adquirido un valor desproporcionado, la autenticidad y la honestidad son conceptos que quedan relegados a un segundo plano.

Una imagen del rodaje de Mario. Foto: Joan Mateu Parra / Filmax

En este contexto, la aparición del personaje de Mario en el último tercio del filme parece sugerir un retorno a códigos más convencionales de la comedia clásica dejando ese territorio más oscuro. No obstante, ese viraje no implica una resolución simplista: las dudas siguen presentes, latentes, impregnando el relato de una tensión soterrada que impide el reposo emocional.

Uno de los grandes aciertos del filme reside en su reparto coral. Gloria March destaca con una interpretación contenida en el papel de Antònia —una mujer atrapada entre el deseo de confiar y la sospecha persistente—, pero es el conjunto de todo ese reparto el que contribuye a  llevar adelante el tono del relato, con una presencia continuada de todos ellos en el escenario principal de la película.

La película está plagada de matices y pequeños detalles que evidencian un trabajo minucioso sobre el guion. Cada escena, cada diálogo y cada gesto parecen responder a una intención clara –y podrá satisfacer más o menos­– pero la percepción es la de encontrarnos ante una obra cuidadosamente madurada desde la etapa de preproducción que intuimos larga por la dificultad de conseguir la financiación necesaria para poner en pie este tipo de películas.

La película de Guillem Miró se presenta como una propuesta inteligente de comedia negra, siempre entendiendo los límites formales y narrativos en los que se inscribe. A través de un abanico de personajes bien definidos, el filme ofrece un retrato agudo del presente: una sociedad en la que las apariencias se han convertido en la moneda de cambio dominante en las relaciones personales. Aunque Mario no aborda de forma directa el fenómeno de las redes sociales, algo de ese discurso irreal hay en el fondo. Las relaciones que construyen los personajes se revelan frágiles, y basta con la aparición de una mínima sospecha para que esa fachada artificial comience a resquebrajarse.

Y si en cualquier película merece la pena quedarse hasta los títulos de crédito, en Mario esto se vuelve especialmente necesario. En ese momento, casi a modo de coda final, es cuando el filme ofrece un último apunte que cierra con ironía el círculo de su discurso.

Escribe Luis Tormo

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