Picnic en Hanging Rock

Cine y literatura

En 1967, Joan Lindsay publicaba Picnic at Hanging Rock, una novela destinada a convertirse en una obra emblemática de la literatura australiana. Aunque a lo largo de su vida cultivó una carrera literaria sólida, fue esta obra —escrita cuando la autora contaba ya con más de setenta años— la que aseguró su lugar en la historia literaria, especialmente tras la célebre adaptación cinematográfica dirigida por Peter Weir en 1975.

En el año 2010 la editorial Impedimenta presentaba en España una excelente edición de Picninc en Hanging Rock. La historia se sitúa el 14 de febrero de 1900, cuando un grupo de alumnas del prestigioso internado femenino Appleyard College, en el estado de Victoria (Australia), emprende una excursión con motivo del Día de San Valentín a la imponente formación rocosa conocida como Hanging Rock. En medio de un entorno cargado de una belleza inquietante, cuatro jóvenes y una profesora se separan del grupo para explorar el terreno. Horas más tarde, solo una de ellas regresa, en estado de shock y sin recuerdos de lo ocurrido. Las demás han desaparecido sin dejar rastro.

La lectura nos sumerge en un universo casi onírico, donde lo fundamental no es resolver el enigma de la desaparición de las alumnas y la profesora, sino dejarse envolver por la atmósfera hipnótica que impregna cada página. Más que una historia de misterio convencional, Picnic at Hanging Rock se despliega como un relato de sensaciones, de presencias invisibles y silencios que introducen nuevos significados. La novela fluye como un todo continuo, como si el tiempo —al igual que las protagonistas— también se disolviera dejando entre sus líneas un discurso sobre la dicotomía entre el mundo civilizado y el mundo salvaje, la represión sexual o la pérdida de la inocencia.

La novela de Joan Lindsay pronto se convirtió en un libro de culto, y su éxito inmediato condujo, casi como una consecuencia natural, a su adaptación cinematográfica. El encargado de traducir la atmósfera inquietante del texto a imágenes fue el director australiano Peter Weir, entonces aún en los primeros compases de su carrera.

Aunque había dirigido ya varios filmes desde su debut en el cine y la televisión a finales de los años 60, ninguno de ellos había logrado trascender las fronteras del cine australiano. Picnic en Hanging Rock marcaría un punto de inflexión: no solo catapultó el nombre de Weir al reconocimiento internacional, sino que también consolidó su estilo, caracterizado por el misterio, la ambigüedad y la tensión contenida. Su consagración definitiva llegaría poco después con La última ola (1977) y, especialmente, con Gallipoli (1981) y El año que vivimos peligrosamente (1982), que lo situarían entre los grandes nombres del cine australiano contemporáneo.

La adaptación no era un asunto fácil pues el riesgo estribaba en que la película se quedara únicamente en la parte más superficie del argumento, aquella que tiene que ver con la desaparición de las muchachas. Pero Weir, al igual que haría con su siguiente filme, La última ola, se dedica a componer una serie de escenas que se aproximan a un estilo impresionista. Podríamos decir que la película está compuesta por diferentes imágenes que funcionan como brochazos de colores que al final componen un todo que cambia según el punto de vista que realiza cada espectador sobre la obra.

¿Y de qué manera construye Weir ese estilo impresionista? Fundamentándolo en tres elementos clave: la fotografía, la música y la composición visual de las escenas. La paleta de tonos pastel —con colores delicados y envolventes— otorga un protagonismo especial a las localizaciones: la residencia de las alumnas, la montaña que se erige como un misterio, los interiores, el agua, los vestidos de las protagonistas, etc. Desde el primer momento, queda claro que la imagen adquiere un peso superior al del propio diálogo, revelando así una narrativa visual que trasciende lo meramente argumental.

A la fotografía hay que añadir la banda sonora, que con el recurrente sonido que produce la flauta de pan, completa el efecto seductor de las imágenes en un ejercicio de estilo sonoro muy similar al que posteriormente utilizaría Sergio Leone en Érase una vez en América –el interprete de la flauta es el mismo en los dos filmes, Gheorghe Zamfir–. Y no está de más citar a Leone pues Picnic en Hanging Rock sigue el modelo narrativo presente en muchas de las películas del autor italiano, sobre todo en esa manera de plantear las escenas utilizando el zoom y que permite pasar del plano general al primer plano, captando la atención del espectador hacia los detalles.

Con todos estos elementos, Peter Weir construye una película donde lo esencial no es la narración lineal, sino la creación de una atmósfera densa e inquietante. La ambigüedad de lo que se nos muestra abre la obra a múltiples interpretaciones, invitando al espectador a participar activamente en su significado.

Como ya se ha señalado, la clave no reside en la resolución del misterio que plantea la novela, sino en cómo ese hecho —la desaparición de las muchachas— afecta al frágil equilibrio de un microcosmos que acaba convirtiéndose en un universo cerrado y autosuficiente. De este modo, se despliega un abanico temático que abarca la amistad, la admiración y el deseo velado entre las alumnas; la mirada masculina proyectada sobre las jóvenes; la figura autoritaria y represiva de la directora frente a los peligros, pero también las promesas, que encarna el mundo exterior —esa montaña enigmática que simboliza lo desconocido y lo incontrolable—.

El director australiano, que posteriormente desarrollaría una exitosa carrera en el cine norteamericano (Único testigo, El club de los poetas muertos, El show de Truman, etc.), elabora un filme en el que se acumulan las metáforas y los múltiples significados de una serie de escenas que se acoplan como un puzle para poner en imágenes un texto que nos habla de cómo unas adolescentes descubren, con todas sus consecuencias, el mundo adulto, perdiendo la inocencia asociada a la niñez.

Dentro de la compleja y a menudo tormentosa relación entre el cine y la literatura —una relación en la que no existe una fórmula definitiva para determinar qué constituye una buena adaptación— Picnic at Hanging Rock sí destaca como un ejemplo notable de cómo es posible trasladar un texto literario a la pantalla sin traicionar el espíritu ni la esencia de la obra original. Esta película logra transformar la narrativa escrita en imágenes evocadoras, respetando el misterio, la atmósfera y la ambigüedad que caracterizan al libro, demostrando que una adaptación puede ser fiel no tanto en lo literal, sino en lo emocional y lo conceptual.

Escribe Luis Tormo

Título: Picnic en Hanging Rock
Título original: Picnic at Hanging Rock
Autora: Joan Lindsay
Traducción: Pilar Adón
Editorial: Impedimenta
Año edición: 2010
ISBN: 9788415130031

Picnic at Hanging Rock
Australia, 1975. 110 minutos
Dirección: Peter Weir
Guion: Cliff Green basado en la novela de Joan Lindsay
Fotografía: Russell Boyd
Música: Bruce Smeaton
Reparto: Rachel Roberts, Vivean Gray, Dominic Guard, Helen Morse

Deja un comentario