Crítica de Riviera

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Globalización

Riviera (2024) es el debut en el largometraje de ficción del director griego Orfeas Peretzis –que con anterioridad ha dirigido varios cortometrajes y una largometraje documental–. El título hace referencia a esas tantas rivieras que se encuentran diseminadas por todo el mundo, lugares donde la actividad turística marca el presente y el futuro de las ciudades y sus habitantes, un turismo que acaba con todo aquello que tiene que ver con el pasado, la tradición y la idiosincrasia local.

Lejos de acudir a las características más elementales del proceso de turistificación: la presencia del turismo de masas, lugares idílicos saturados, la destrucción del medio ambiente, la gentrificación de las ciudades, los problemas de convivencia; el filme de Peretzis opta por dejar todo eso en un segundo plano y centrarse en mostrar los efectos de un fenómeno económico y social que poco a poco va carcomiendo la sociedad que hemos conocido hasta ese momento.

La trama se centra en Alkistis (Eva Samioti), una adolescente que vive su último verano en la Riviera ateniense en la antigua vivienda familiar junto a su madre, Anna (Maria Apostolakea). Tras la muerte de su padre, su madre decide vender esta casa que era una especie de pensión para huéspedes (ahí se aloja su padrino y una pareja de turistas mayores).

Eva Samioti en una imagen de Riviera. Foto: Lights On

Alkistis se encuentra en una etapa clave de su vida, en ese quicio temporal que va desde la adolescencia a la madurez, atravesada emocionalmente por la pérdida de su padre y sujeta a los avatares de la amistad con su mejor amiga y el desarrollo de una historia de amor con un hombre más mayor que trabaja en las obras que se desarrollan en la Riviera de Atenas.

El deseo de su madre de vender la casa familiar a unos inversores extranjeros trastoca su frágil estabilidad al ser consciente de todos los recuerdos asociados a la casa. La confianza con los huéspedes de toda la vida y los elementos reconocibles desde su niñez (fotografías, una palmera en el jardín) hacen de esa casa una mezcla de hogar y negocio familiar que, ahora, Alkistis siente que puede perder.

A pesar de que el turismo únicamente aparece reflejado externamente a través de la presencia de las grúas que pueblan el paisaje y el protagonismo del hombre empleado en las obras cercanas, el filme va destilando el proceso económico de la especulación ante esa oferta que para la madre es difícil de rechazar aunque para eso tenga que desalojar a su familia (ella, su hija) en busca de un nuevo hogar en la ciudad.

Para recrear ese drama que parte de la propia vivencia de su protagonista y se extiende a todos aquellos que le rodean, el director griego –autor también del guion– acude a una puesta en escena que juega con dos elementos. En primer lugar, elige un tempo narrativo deliberadamente lento. Como esas tardes que acontecen en el periodo estival mediterráneo, donde el sol aprieta fuerte y la actividad se ralentiza, el verano para Alkistis se nos muestra de una forma contemplativa.

Un verano que Alkistis pasa entre la relación con su amiga, que ocupa el primer tercio del filme, para dar paso después a la historia de amor con un hombre más mayor -un técnico que trabaja en la construcción de las obras cercanas-. Aquí la escritura no es capaz de hilvanar las diferentes capas (la transición emocional de la adolescente, el final de una etapa) porque el guion descuida la construcción del resto de personajes fiándolo todo a una serie de farragosos diálogos.

Este ritmo pausado se complementa, en segundo lugar, con un tono poético basado en la inclusión de toda una serie de simbolismos que van apareciendo a lo largo de todo el filme. Más eficaz que mucho de los diálogos, el recurso a las metáforas visuales expone el discurso de Riviera de una forma más profunda. La enfermedad que está matando a la palmera que se erige en el principal elemento del jardín –denomina coloquialmente Jerry como si fuera un personaje más–, significa esa agonía que lentamente se extiende debido a la epidemia del picudo rojo, una especie invasora que acaba con la vegetación local y que puede relacionarse de forma evidente con la proliferación del turismo.

De igual forma tenemos la aparición de una mancha de moho en la pared que se va extendiendo, alcanzando cada vez un mayor espacio que refuerza el discurso de la película. Una podredumbre y un deterioro que se expande sin que la protagonista sea capaz de ponerle freno. Las casas tiene también su valor alegórico pues mientras la casa de Alkistis es antigua, las viviendas de su amante son apartamentos minimalistas, espaciosos pero fríos.

Eva Samioti y Mihalis Siriopoulos en una imagen de Riviera. Foto: Lights On

Un juego simbólico del que Orfeas Peretzis abusa en ocasiones alargando en exceso su uso como podemos ver en los reiterados abrazos a la palmera o el juego de envolver a su amante en plástico que terminan resultando forzados.

Riviera es un relato de coming of age que coincide con el cierre de un periodo vital de su protagonista –que se incorpora a la universidad tras acabar la etapa del instituto– en el que se deja atrás una forma de vida, unos recuerdos que marcan una frontera entre lo viejo y lo nuevo, entre la tradición y la adaptación a un entorno clonado en el que desaparece la diferencia y la identidad propia.

Finalmente, el discurso simbólico desemboca en un enfoque realista –y pesimista– en el que hay que destacar la interpretación de Eva Samioti en un filme que prefiere situar el punto de vista en las consecuencias y no tanto en las causas, dibujando un drama íntimo (reforzado por una dirección muy comedida y un formato de pantalla casi cuadrado) sobre unos personajes que son afectados por una sociedad en permanente estado de transformación y, que desgraciadamente, son muy cercanos a nuestra realidad que sufre también la especulación inmobiliaria y los problemas derivados del turismo de masas y la globalización.

Escribe Luis Tormo

Riviera inauguró la40º edición del festival Cinemajove de Valencia.

Artículo publicado originalmente en Encadenados

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