Tan lejos, tan cerca
La identidad es un concepto que depende de la percepción que cada uno tiene de sí mismo y sujeto a la variabilidad de todo aquello que acontece alrededor. Algunos de los acontecimientos son previsibles y, en otros casos, escapan a nuestro control. Fernando (Manolo Solo) es un profesor de geografía con una vida que parece asentada hasta que, de repente, su mujer de origen serbio desaparece sin ningún tipo de explicación, esta situación provoca una sacudida en el universo estable del protagonista.
Tras un inicio de aire policiaco donde la cámara sigue a la mujer cuando decide emprender su viaje de huida en autobús, así como todo aquello que tiene que ver con la denuncia por desaparición interpuesta por Fernando ante la policía, la película introduce una elipsis –de las varias que veremos a lo largo de la película– donde Fernando aparece en una localidad de la costa en un viaje errático que implica también una huida. Allí entablará relación con Manuel, otro personaje sin ataduras, que le contará que su próximo destino es un trabajo como jardinero en una quinta propiedad de una mujer en el interior de Portugal. La intervención del azar posibilitará que Fernando asuma la identidad de Manuel presentándose en la quinta como el nuevo jardinero.
Sosegado, enigmático, atado a la rutina del cuidado de las plantas, la identidad de Fernando desaparece para dejar paso a Manuel. Una fuga para dejar atrás la pérdida y que conlleva la asunción de una nueva identidad. Las conversaciones, pero también los silencios que mantiene Amalia (María de Medeiros) –un nombre significativo que nos remite al fado–, la dueña de la quinta, van tejiendo un lazo emocional en torno a la idea de la huida, de la sensación de sentirse extranjero (Manuel dejó Barcelona y Amalia abandonó Guinea para instalarse en Portugal).
Ambos personajes exploran esa segunda oportunidad a la que tienen derecho sin desprenderse de forma definitiva de un pasado que se plasma en el dolor de la inmigración –la añoranza del hogar, los recuerdos dejados atrás, las nuevas costumbres–. Una tristeza que envuelve a los protagonistas y que la directora refleja en una serie de planos de miradas infinitas, de playas solitarias, de paisajes aislados y a los que concede el tiempo suficiente en pantalla para que la imagen se cargue de significado.
Como ya hiciera con Vasil –su debut en el largometraje–la aparente sencillez del planteamiento estético, con una cámara que disimula su protagonismo, que transforma el aparente naturalismo del filme en un discurso autoral que trasciende el terreno del realismo para acercarse a una exposición poética de unos personajes que tienen ante sí la posibilidad de una redención, no debe esconder el buen trabajo de realización. La sutileza para elegir el posicionamiento de la cámara, el tempo elegido y el juego con las elipsis son buena muestra de ello.
La directora valenciana confía en su elección formal pero también extiende esa confianza a las personas que contemplan la película, esperando que aprecien los valores positivos de adjetivos como sosegado, reposado o silencioso.
La mirada de Avelina Prat no conlleva reproches. Los personajes huyen, se alejan, se esconden o asumen otra identidad, pero todo queda dentro de la libertad de elección. No hay engaño. Hay adaptación, hay necesidad de subsistir ante los giros de la vida. Los ojos, las manos, los gestos traducen una actitud alejada de cualquier artificio donde el espíritu solidario se impone a los convencionalismos. La directora y guionista no juzga a sus personajes, y estos, en consonancia, tampoco dictan sentencia sobre lo que hacen aquellos que están a su alrededor.
La aparición del personaje de Olga en la vida de Fernando/Manuel –otra vez por la intervención del azar– sitúa al protagonista frente a un espejo provocando la irrupción de los recuerdos. De repente, ese hombre que abandonó Barcelona vislumbra en Ola una actuación, una salida, similar a la que él tomó en su momento. De esta forma, la película se convierte en un relato circular donde Fernando, transmutado ya en Manuel, asume definitivamente cuál es su identidad. La búsqueda ha llegado a su fin.
Es el broche adecuado para un excelso guion que embebe los giros del azar, los diálogos muy medidos que termina sonando naturales, el constante uso de la figura de la metáfora (el profesor experto en mapas que se encuentra perdido, el asentamiento en un nuevo país como cuestionamiento de la identidad o la jardinería como representación del crecimiento de una nueva identidad) y la convivencia con el silencio como elemento narrativo. Un texto que construye unos personajes a los que dan vida un formidable reparto encabezado por Manolo Solo –que realiza un nuevo milagro actoral–, María de Medeiros y Branca Katic.
Frente a discursos combativos y explícitos sobre la inmigración, la identidad o la necesidad de buscar el hogar, Una quinta portuguesa expone en voz baja, desde la intimidad, la capacidad de superar el dolor, de conocerse a uno mismo para trasgredir aquello para lo que, en principio, estábamos destinados. Una posibilidad de perderse para encontrarse, una oportunidad para descubrir que el sentimiento de pertenencia, de arraigo, eso que llamamos casa –entendido como el espacio donde encontrar la felicidad– no se limita a un origen o un país, sino que tiene que ver con unas raíces que se pueden trasplantar en cualquier parte.
Escribe Luis Tormo
Título: Una quinta portuguesa
País y año: España, 2025
Duración: 114 minutos
Dirección: Avelina Prat
Guion: Avelina Prat
Fotografía: Santiago Racaj
Música: Vincent Barrière
Reparto: Manolo Soto, María de Medeiros, Branka Katic, Rita Cabaço
Productora: Distinto Films, Jaibo Films, O Som e a Fúria
Distribuidora: Filmax

