La vida de los otros (Das Leben der Anderen, 2006) de Florian Henckel

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La caída del muro de Berlín en 1989 y la posterior reunificación de Alemania hizo el cine se acercará a este acontecimiento histórico. En 2003, con ciertas dosis de humor, el filme Good Bye, ¡Lenin! exponía el efecto que una atmósfera opresiva tenía sobre los individuos y como alguien era capaz de mentir para ocultar la realidad, explicando el significado de la desaparición de la Alemania socialista (RDA) y la posterior reunificación del país. En esta línea de análisis, acudiendo al drama histórico, en 2006 Florian Henckel escribió y dirigió La vida de los otros (Das Leben der Anderen); la película obtuvo una gran repercusión internacional cosechando premios en festivales y certámenes que culminaron con el Óscar a la mejor película de habla no inglesa en 2007.

En el filme de Florian Henckel, Gerd Wiesler (Ulrich Mühe) es un agente de la Stasi, la tristemente famosa policía política encargada de controlar a los disidentes y opositores al régimen comunista, que recibe el encargo de espiar a un conocido escritor, Georg Dreyman (Sebastián Koch), y por ende también a su pareja, una actriz bastante popular, personaje encarnado por Martina Gedek. Wiesler es un burócrata frío y eficaz en su trabajo, perfectamente definido en esas primeras escenas donde consigue la confesión de un acusado.

Frente a otros personajes del régimen que aparecen descritos con cierta normalidad, Wiesler siempre permanece callado, observando, no participa de las conversaciones y su relación con los otros personajes viene exigida por la dependencia laboral. No sabemos nada de su vida, parece que vive solo y el único momento de intimidad que queda al descubierto, en la escena con la prostituta, se expone la terrible soledad que padece. Un hombre que prácticamente no habla, expresándose con monosílabos y apenas algún gesto austero, limitando su interacción con los demás a través del filtro que supone los aparatos de escucha.

Ulrich Mühe en La vida de los otros

Como contraposición a este personaje triste y gris, tenemos a la pareja que está bajo vigilancia, con una vida relativamente cómoda dentro de la sobriedad del régimen. Sabemos que se oponen al sistema por la claustrofobia cultural y social en que viven, pero parecen adaptados a la situación, aunque más tarde la película revelará que esa adaptación es ficticia. De hecho, en el entorno del escritor la situación no es tan favorable, pues sus amigos y conocidos, que también se desenvuelven en el ámbito cultural, como el director de teatro o el escritor, son más conscientes del entorno lamentable que les rodea y la situación de censura (listas negras para el trabajo) que padecen. Pero incluso dentro de la propia pareja protagonista, como queda claro al inicio, la propia mujer del escritor aparece como la amante forzosa –y forzada– de un alto cargo del partido que la somete a un chantaje miserable, pues parece que mientras ella ceda a los deseos del dirigente se permitirá que su estatus se mantenga estable (ella puede continuar su carrera de actriz y él escribir).

Este juego dramático es el principal componente tractor de una película basada en el triángulo que conforman los personajes –el espía y los espiados–. Unos personajes que a pesar de su aparente enfrentamiento, al estar definidos en el guion de una manera similar, terminan conformando las dos caras de una misma moneda. Ambos, agente secreto y escritor, sobreviven en la decadencia de un régimen que se ve ya caduco, desempeñan su trabajo con profesionalidad, y realmente no piensan que forman parte de algo equivocado.

En el fondo, son el ejemplo perfecto de conformistas que han ido adaptándose –casi de una manera darwiniana– a la situación que les ha tocado vivir. Que el agente sabe que algún superior no es decente, sí; que el escritor ve cómo proliferan las listas negras que impiden trabajar a sus compañeros, también… Pero no están cercanos al problema. Y esto la película lo presenta de una manera exquisita, a través del primer encuentro del agente con la actriz en el teatro: él está en un palco, ella en escena, y debido a la lejanía utiliza unos prismáticos. Este juego funciona como una representación de lo alejado que Wiesler está de la realidad, necesita de un instrumento para ver la realidad de una forma cercana, pues él siempre está distante, fuera de la acción.

Cuando el argumento propicia que nuestros dos protagonistas tomen conciencia de la realidad, la burbuja protectora que han construido a su alrededor estalla de repente, dejándolos al descubierto. Para el agente de esa temible policía, será todo un descubrimiento darse cuenta de la corrupción existente en el sistema y de cómo su investigación sirve más para situarse en la batalla política que para proteger el régimen. Para el escritor, encontrarse de pronto con la noticia del suicidio de su amigo (incapacitado para trabajar por sus ideas contrarias) le servirá de catarsis para tomar conciencia y comenzar a implicarse en la denuncia de la situación real del país mediante la publicación de un artículo de investigación sobre la negación que el régimen hace del gran número de suicidios existentes. Parece que ya no es el hombre acomodado, ahora es una persona capaz de involucrarse con la disidencia y correr ciertos riesgos ocultando las pruebas de su acción (la máquina de escribir, el contenido del artículo).

Martina Gedeck y Sebastian Koch en La vida de los otros

Wiesler, que conoce perfectamente la actividad opositora del escritor, decide encubrirlo mintiendo en sus informes. Y para dejar bien claro el cambio en el personaje, el filme vuelve a insistir en el tema de la distancia, pero ahora con un planteamiento contrario: Wiesler, por primera vez, abandona su postura de autómata para encontrarse con la actriz aprovechando que ambos coinciden en un café. Es decir, supera la barrera inicial y es capaz de sentarse junto a ella. Y es capaz también de hablarle para convencerla que no continúe vendiéndose con ese amante ingrato y, casi sin ser consciente de ello, le hace una confesión de amor, de cómo él la ve a ella. Esa posibilidad de acercamiento, sin ambages, no es otra cosa que la demostración de su cambio: ese hombre antes frío puede expresarse de otra manera, puede pensar de otra forma a como ha sido enseñado o adiestrado.

Esta toma de posición, lógicamente, les pasará factura. El escritor verá cómo su implicación tiene una víctima colateral, su esposa; mientras, Wiesler, antaño seguidor fiel del régimen, es apartado de su trabajo y condenado a poner sellos en un triste departamento. La evolución de ambos va pareja, aunque ellos no sepan realmente uno del otro, lo cual acentúa la belleza de esta historia, pues es una relación donde una de las partes –el escritor– no sabe nada de la otra parte. Sólo al final, cuando el muro cae y el régimen comunista pasa a mejor vida con la integración de las dos Alemanias, salen a la luz pública los informes secretos que sobre las personas tenía el Estado, siendo ese el momento en que Dreyman se da cuenta que ha sido protegido por quien tenía la misión de espiarle. No hay contacto entre ellos, pero la dedicatoria de la novela a ese número indefinido conlleva el agradecimiento y también el reconocimiento a un sacrificio.

En definitiva, La vida de los otros, como también lo hacía Good Bye, ¡Lenin!, parte de una situación particular, las vivencias de unos personajes concretos, para plasmar una denuncia general de la sociedad, convirtiéndose al final en un filme universal que habla de un momento histórico concreto, pero que es válido para cualquier contexto de una sociedad totalitaria y donde la honestidad de las personas termina sobresaliendo a pesar de todo.

Escribe Luis Tormo

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