Crítica de Valle de sombras

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El hombre que pudo ser salvado

Salvador Calvo comenzó en el mundo de la televisión a principios de los 2000 participando como director en numerosas series durante más de 15 años. Su debut en el cine vino de la mano de 1898: Los últimos de Filipinas (2016), la recreación cinematográfica del episodio histórico conocido como el Sitio de Baler, un filme que se alejaba de la visión teñida de gloria militar y mitificación heroica que el franquismo había impuesto para centrarse en la supervivencia de un grupo de militares en la tragedia que supone una guerra.

El espaldarazo definitivo le vino con Adú, un drama sobre la migración que se confeccionaba a través de tres historias muy diferentes que terminaban conectando, uniendo de alguna manera a sus personajes. Un viaje emocionante que exponía una de las lacras sociales de nuestro tiempo, confrontando el primer y tercer mundo, y que terminaba convirtiéndose también en una historia de supervivencia. La película obtuvo cuatro premios Goyas, entre ellos de Mejor Director Novel para Salvador Calvo.

Viaje emocional, mundos separados culturalmente y socialmente, paisajes diferentes y el espíritu de supervivencia,  vuelven a ser las constantes que vertebran su tercer trabajo, Valle de sombras. Se diferencia de sus anteriores trabajos, donde el reparto coral era más evidente, el hecho de que aquí, el guion de Salvador Calvo y Alejandro Hernández, se centra básicamente en el personaje de Quique (Miguel Herrán) pues sobre él pivotan el resto.

Miguel Herrán en Valle de sombras. Foto: Buena Vista International

En las primeras imágenes la cámara sigue a Quique mientras deambula por la ciudad de Leh, en la India, una ciudad de callejuelas plagada de personas; la cámara le capta desde detrás, le adelanta,  le rodea, hasta que entra en una comisaría con numerosos carteles de desaparecidos y se identifica. A partir de ahí viene el largo flashback en el que retrocedemos 4 meses y que constituye el grueso de la película. Pero ya se ha indicado que es ese hombre, cuyo rostro muestra las cicatrices físicas y emocionales, el que va a ser objeto de atención.

Quique está realizando un viaje con Clara (Susana Abaitua), su novia,  y el hijo de ésta. Una pareja en crisis que busca mejorar su situación amorosa  a través de un viaje basado en las experiencias auténticas, en esos paraísos asociados a paisajes bellísimos, en lugares remotos, que incluyen su propia filosofía; en este caso una zona del Himalaya, en el norte de la India, una especie de Shangri-La donde sanar las heridas.

La primera media hora de la película se desarrolla de forma frenética a través de la descripción de ese paraíso natural que termina siendo un lugar un tanto artificial para disfrute de occidentales ociosos y que no está exento de la globalización que se extiende por todo el mundo. Ciertos detalles –las fotos de los desaparecidos, el viaje en solitario, el paisaje que empequeñece a los humanos– basculan el relato hacia un ambiente más asfixiante en el que la película se permite la inclusión de algún elemento terrorífico –la casa solitaria que encuentran– hasta culminar en una desasosegante escena que termina en tragedia.

A partir de ese momento, viene una hora central, con el personaje que interpreta Miguel Herrán, en el que se produce el verdadero viaje emocional del protagonista. Un viaje emocional que acontece en el claustrofóbico pueblo montañoso, del que no puede salir pues, contradictoriamente, debe esperar a que llegue el invierno para poder viajar de retorno por el río helado.

En ese entorno cerrado por un paisaje tan bello como limitador, Quique debe reflexionar sobre lo qué siente, sobre cuál ha sido su papel en esa tragedia y, sobre todo, qué camino debe elegir para encontrar la redención, para ser capaz de perdonarse. Sin conocer el idioma local y sometido a las costumbres del lugar (la vida pausada, la comida, la oración, el rechazo de los habitantes), será Prana (Alexandra Masangkay), una joven monja budista, la que se encargará de apoyar y guiar a Quique en su adaptación a ese ecosistema tradicional que se termina convirtiendo en el contenedor que alberga la vía para la comprensión y la aceptación de su culpa.

Quique y Prana son las dos caras de una misma moneda, anverso y reverso unidos por el dolor, por la tragedia y donde cada uno de ellos lleva las cicatrices marcadas en su cuerpo, cicatrices presentes en todos los personajes pues Clara también muestra al inicio del filme las huellas físicas del cáncer en su cuerpo;  cicatrices que son la señal externa del sufrimiento interior. Los dos personajes, encerrados en el pueblo, terminan convergiendo de forma natural, pasando del distanciamiento inicial a la cercanía espiritual, emocional.

Alexandra Masangkay en Valle de sombras. Foto: Buena Vista International

Este bloque, con un ritmo más sosegado, permite desbrozar el camino hacia la superación personal basado en el perdón y la aceptación. Finalmente, mientras Prana tiene asumido de una forma lúcida cuál es su papel, Quique sabe que debe realizar el último viaje de retorno a la civilización. Así, en la media hora final, la lucha contra el paisaje agreste y la necesidad de llevar a buen término una misión encomendada, se convierte en el viaje de redención que debe facilitar la sanación en ese doloroso proceso.

Una redención que terminará bruscamente al finalizar la película con un definitorio fundido a negro. Ese hombre un tanto egoísta, amante de la diversión, sin compromiso, ha sufrido una transformación emocional de tal grado –a fuerza de sufrimiento– que la única certeza que nos queda es que, para bien o para mal, ya nada volverá a ser igual en su vida.

Con algo de exceso en el metraje, Salvador Calvo utiliza el paisaje para integrarlo en el relato dramático de unos personajes en el que el viaje físico de supervivencia se convierte en una metáfora del viaje interior que experimenta el protagonista, un elemento común en su filmografía y que aquí se hace más explícito. Partiendo de la búsqueda de un paraíso ficticio, el proceso de crecimiento emocional, termina abocando a Quique a una dolorosa realidad que Valle de sombras muestra conjugando diferentes géneros, que van desde la aventura clásica, el thriller y el drama íntimo. Un filme arriesgado –por su concepción, por su rodaje, por su atrevimiento– que merece la pena verse en la pantalla grande.

Escribe Luis Tormo

Título: Valle de sombras
País y año: España, 2023
Duración: 120 minutos
Dirección: Salvador Calvo
Guion: Alejandro Hernández
Fotografía: Alex Catalán
Música: Roque Baños
Reparto: Miguel Herrán, Susana Abaitua, Alexandra Masangkay
Productora: La Terraza Films, Ikiru Films, Atresmedia Cine
Distribuidora: Buena Vista International

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