Crítica de 20.000 especies de abejas

Identidad

En la infancia el verano es un tiempo de felicidad. Las obligaciones escolares han terminado, comienza un largo periodo de descanso donde el ocio se diversifica con múltiples posibilidades de juegos y actividades. Una sensación que se acrecienta cuando la rutina diaria muta por la presencia de nuevas vivencias asociadas al cambio de la residencia habitual como puede ser pasar un periodo en el pueblo en el que se cuenta con un dinamismo que permite disfrutar de un entorno más familiar –un baño en la piscina o en el río, reencontrarse o conocer nuevos amigos–. Ante este panorama de holganza, los niños y las niñas suelen mostrarse radiantes.

Sin embargo, Aitor (Sofía Otero) no muestra esa felicidad ante la vida que se le presenta por delante. Taciturno, triste en ocasiones, con alguna reacción incomprensible, batalla para encontrar su lugar en un universo, el suyo, plagado de amenazas que se manifiestan a su alrededor. Junto a su madre y sus hermanos van a pasar el verano en un pueblo del País Vasco en el que vive su abuela; por las primeras escenas, con un ritmo acelerado, se constata la tensión entre Ane (Patricia López Arnaiz) y su marido, que no los acompaña durante el verano y a quien no satisface la idea de que Ane se asiente en la casa familiar para desarrollar sus proyectos.

Patricia López Arnaiz y Sofía Otero en 20.000 especies de abejas. Foto: BTEAM Pictures

Pronto detectamos de dónde proceden las incomodidades del pequeño, cuáles son las razones de su reclamos o de sus silencios, el porqué de una situación tensa que se revela a través de la relación ambivalente con su madre.Son las señales que demandan una respuesta que tiene que ver con la identidad de género, la que el personaje siente y que difiera de la esperada por los demás –la familia, los amigos, los vecinos–.

Estíbaliz Urresola Solaguren, con una reputada carrera en el cortometraje (Adri, Polvo somos, Cuerdas) y tras su largo documental Voces de papel, debuta en la ficción escribiendo y dirigiendo 20.000 especies de abejas, un trabajo en el que recoge un sentir que se palpa en la sociedad en relación con la autodeterminación de género. La búsqueda de la identidad y la libertad de elección de género son el leitmotiv que recorre el alma de la protagonista y sacude a cada uno de los personajes, fundamentalmente a las generaciones de mujeres que aparecen representadas en este drama intimista.

Contradictoriamente, frente a la descripción habitual del pueblo como un paisaje de interior asfixiante, claustrofóbico, y en ocasiones violento, utilizado simbólicamente como lugar de encierro para los personajes protagonistas –véase As bestas o la reciente Un amor–; en 20.000 especies de abejas, el entorno limitado geográfica y socialmente, le sirve a Aitor para indagar sobre quién es.

En una sociedad que mayoritariamente espera que cada persona se comporte arreglo al género asignado, Aitor pregunta a su abuela “¿Por qué soy así?” pues no entiende la dificultad para compaginar lo que siente emocionalmente con su cuerpo físico.Un cuerpo, la  fisicidad, que se plantea como un objeto maleable simbolizado en los moldes y vaciados con los que la madre construye sus esculturas. Ese interrogante, esa pregunta, es el doloroso lugar en el que se sitúa la película. 

Sofía Otero en 20.000 especies de abejas. Foto: BTEAM Pictures

La directora vasca filma ese entorno de una forma naturalista, con un carácter etnográfico, prestando atención a todos los procesos que convergen en esa especie de submundo en el que conviven todos los personajes. El trabajo de recolectar la miel, la presencia del concepto de religiosidad o la pervivencia del mundo tradicional (las fiestas, las costumbres) son captados con minuciosidad para componer el escenario en el que todos los personajes, desde sus posibilidades, su experiencia o creencia,deberán afrontar la realidad trans de Aitor (Cocó/Lucía).

Aitor comenzará renegando de su nombre masculino para presentarse como Cocó, un nombre casi neutro que esconde su verdadero deseo, el nombre con el que se siente más cómoda  que es el de Lucía.El juego de nombre e identidad no es más que la punta del iceberg de una serie de formalismos externos que reavivan el conflicto interior y reflejan los estereotipos de una sociedad acostumbrada a emparentar la identidad de género con el sexo asignado al nacer. Una inercia que termina provocando situaciones incómodas, tal y como se refleja en las escenas donde Cocó debe mostrarse en bañador, entrar en el vestuario de mujeres, usar los baños o definir su apariencia con un tipo de ropa acorde con lo que se espera de su género.

Un conflicto que sentimos íntimamente a través de la interpretación dolorida, con los gestos y las miradas, de Sofía Otero, que compone uno de los personajes más emocionantes del último cine español, situando el foco en la inocencia de la infancia;un conflicto que se complementa y retroalimenta de todas las interacciones de las personas que rodean al niño.

De ahí que ese conflicto genere una tensión que se transmite al resto de mujeres que aparecen en la película componiendo un retrato femenino generacional que transita entre la negación y la aceptación, entre  la exclusión y la comprensión. Son mujeres que han sufrido y que sufren, que se engañan ellas mismas aceptando situaciones a las que hubieran debido oponerse. Incluso la madre, defensora de romper con el convencionalismo del género, tiene dificultad para asumir la realidad de la personita que le está rogando, pidiendo ayuda, para entender lo que le está pasando. En ese sentido el guion apunta las contradicciones que la madre y la abuela arrastran a lo largo de su vida (la madre viviendo a la sombra de un artista machista o la hija aprovechando las piezas del padre para conseguir su trabajo).

Esa vida basada en la aceptación de un engaño es la que no quiere transitar Cocó/Lucía. De ahí la dificultad de comprensión de una madre que no es capaz de aceptar la elección –libre, deseada y necesaria– de Lucía. Todavía pesa el qué dirán y todo un conjunto de convencionalismos sociales que impiden a una persona asumir, crecer y vivir con su propia identidad. Lucía no será libre hasta el momento en que todas las personas que la rodean sean capaces de pronunciar su nombre.

20.000 especies de abejas no escapa de cierta dispersión atribuible a esa necesidad innata en una opera prima de querer verter un amplio discurso que envuelva el foco principal del relato, pero lo compensa dejando una película emocionante, un drama íntimo de los que se quedan pegados a la piel, de los que resulta difícil desprenderse. Con un origen basado en un trágico suceso real, la ficción de Estíbaliz Urresola Solaguren apuesta por el optimismo basado en la creencia de que la distancia entre lo que somos y lo que queremos ser, sea cada vez más pequeña.

Escribe Luis Tormo

Título: 20.000 especies de abejas
País y año: España, 2023
Duración: 129 minutos
Dirección: Estibaliz Urresola Solaguren
Guion: Estibaliz Urresola Solaguren
Fotografía: Gina Ferrer
Reparto: Patricia López Arnaiz, Sofía Otero, Ane Gabaraín, Itziar Lazcano,
Productora: Gariza Films, Inicia Films
Distribuidora: Bteam Pictures

Artículo publicado originalmente en Encadenados

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